Cuando parecía que se le venía la noche a la estrategia de
la Casa Blanca en nuestra región, el Departamento de Estado sacó un as de la
manga y modificó el tablero: el presidente con mejores números económicos del
continente, Evo Morales, fue obligado a dimitir por una acción conjunta de
activistas y fuerzas de seguridad.
Este
verdadero golpe de estado cívico – militar – policial, acabó, por lo menos
temporariamente, con el impecable gobierno de Evo Morales, que debió salir de
su país como si fuese un criminal y no como el mandatario que fue: el que le dio derechos y una vida mejor a los
siempre postergados pobres de Bolivia.
Es
cierto que una serie de errores del mandatario precipitó los hechos. Evo forzó su
candidatura presidencial para otro mandato que no le correspondía. Y desoyó el
resultado negativo de un plebiscito que él mismo había convocado. Pero todo
esto no justifica un golpe estado violento que nos regresa peligrosamente a las
peores costumbres del siglo XX.
Este
retroceso no puede despegarse de una realidad compleja en todo el continente.
La derrota de Macri, las bravatas de Bolsonaro, la libertad de Lula y la
interminable rebelión en Chile, llenaron de malas noticias los escritorios de
las embajadas norteamericanas de nuestra región. Alguna respuesta iba a llegar
desde el gran país del Norte, pero sorprendió el destinatario y la virulencia
del golpe
Ahora,
las marchas, los muertos y los funcionarios ilegítimos se suceden. Los nombres
pueden cambiar a cada hora, pero lo permanente, es que la inestabilidad regresa
a nuestro continente, y esas no son
buenas noticias para los sectores populares de nuestra región.
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