La lluvia de encuestas enturbia un cielo electoral que parte
oscuro desde el vamos. En Brasil, la cárcel sin pruebas del candidato mejor
rankeado, el ex presidente Lula, disparó una campaña electoral que arrancó
enrarecida y que puso su frutilla en el postre con el puntazo que recibió Jair
Bolsonaro en plena recorrida partidaria por la calle.
Desde
estas páginas presagiamos que la inestabilidad política se instalaría en el
vecino país si se concretaba la destitución de Dilma Rousseff. Los
acontecimientos posteriores confirmaron el pronóstico. Pero esta misma
inestabilidad, que no sólo no disminuyó sino que se incrementó con el paso del
tiempo, hace imposible vaticinar un
futuro posible para el gigante sudamericano.
Es que
la economía no acompaña. El presidente
Temer nunca pudo consolidarse en el poder, y el único mérito que exhibe es que
no lo hayan echado. Una economía otrora
floreciente, hoy señala permanentes caídas que la emparenta aún más con su
socio argentino. El experimento de los presidentes anti populares, evidencia un
agotamiento prematuro y un notorio perjuicio para los números de los países que
lo aplican.
Si bien
los primeros números electorales arrojan un liderazgo del derechista Bolsonaro,
la reciente renuncia de Lula y la unción de Fernando Haddad en su reemplazo,
puso en carrera a un candidato del sector popular, que crece día a día y que
tiene todo para seguir trepando en las encuestas.
Frente a esto el establishment brasileño no atina a respaldar a un candidato
que lo termine de representar.
Final
abierto para unas elecciones que influirán en todo el continente y que, junto
con las norteamericanas de medio término, marcarán el futuro posible de un
experimento antipopular que hace agua por todos sus costados.
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