Hace rato
que Perú dejó de ser el ejemplo que los grandes medios americanos nos mostraban
como ejemplo a seguir. Un país con recetas neoliberales con números ordenados y
que no detenía su crecimiento. Pero algo falló de camino al paraíso. Hoy la
violencia forma parte de la vida cotidiana de los peruanos, que están lejos de
despertarse de esta pesadilla.
El golpe de estado
constitucional que terminó con el mandato de Pedro Castillo, desató una espiral
de violencia que no se detiene. La reluciente economía peruana escondía en su
fondo un nivel de desigualdad que llevaría a este estallido social que se sigue
propagando y que ya está cerca de llegar al centenar de muertos.
La presidenta Boularte no logra
frenar la crisis y el Congreso peruano tampoco. Los proyectos que proponen
adelantar las elecciones no logran ser aprobados y es por eso que la violencia
no decae. La mandataria se recostó sobre la derecha peruana y sobre el
establishment limeño. Pero todo el Interior está sublevado y los manifestantes
no cesan de arribar a la capital para expresar su descontento.
Hasta ahora la única respuesta
del gobierno es una violenta represión que incluye asesinatos por la espalda y
fusilamientos de detenidos. Pese a esto la violencia no decrece y el pueblo
sigue sin aceptar la burla a la voluntad popular que significó el golpe de
estado surgido desde el parlamento.
Lejos de cualquier acuerdo, el
horizonte luce negro y la salida no se percibe. Mientras tanto, los cadáveres
se acumulan y los pueblos sufren.
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