Golpes parlamentarios, judiciales e incluso militares. Quienes
creyeron que los golpes de Estado eran una reliquia del siglo XX, se
equivocaron. Hoy la destitución de autoridades antes del término de su mandato está a la hora del día. Algunos
tienen éxito como bien podemos ver los sudamericanos en estos días, otros, en
cambio, fracasan y además fortalecen a la autoridad que iban a deponer. Este
fue el caso de Turquía.
Aunque
las campañas golpistas cambien según el país, se vislumbra que la mano de la
Casa Blanca está siempre detrás manejando los hilos en algunos casos, otorgando
su visto bueno en otros. Por ser una a
pieza clave del ajedrez de la OTAN, el caso turco debía manejarse con
delicadeza. Pero Tayyip Erdogan había dejado de gozar de la confianza de
Washington y sabemos que la diplomacia de Obama no tiene empacho en avanzar
rápido cuando un mandatario no es de su agrado.
Sin
embargo, algo salió mal en la planificación o mejor aún, se subestimó la
capacidad política de Erdogan y su nivel de popularidad. El mandatario turco aisló pronto a los
golpistas y convocó rápidamente al pueblo a respaldarlo en las calles. No fue
gratis, se contabilizaron 265 muertos de ambos bandos, con el resultado que
Erdogan está más fuerte ahora que antes del intento fallido.
Hábil
para leer el mensaje, Erdogan abandonó la
hostilidad hacia la Rusia de Putin y ni lerdo ni perezoso se acercó al
gigante ruso, que casi sin planearlo, perdió a un enemigo y ganó a un aliado de
gran valor estratégico. El derribo del
caza ruso en cielo turco quedó en el olvido y ambos mandatarios ya trabajan en
forma conjunta para combatir al terrorismo y resolver la situación de Siria.
En
tanto, la Casa Blanca se anotó una nueva derrota ya en tiempo de campaña electoral.
Igualmente, el probable triunfo de Hillary Clinton anticipa la continuidad de
una política diplomática que no solucionó ningún problema y que, por el
contrario, encendió focos de terrorismo mundial que están lejos de ser
apagados.
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