Una ola que parecía indetenible, cambió el color político de
la mayoría de los gobiernos de América latina. El fuerte aliento que sopló
desde Washington le dio soporte a la llegada de Macri, Piñera, Bolsonaro y
Lenin Moreno, pero puestos los planes económicos en la cancha, ninguno de estos
gobiernos logró mejorar la vida de sus pueblos, más bien, todo lo contrario.
Tal vez
uno de los menos publicitados, fue el fracaso del gobierno chileno, que
encabezó, por segunda vez, Sebastián Piñera.
En el país trasandino, Piñera no recogió las enseñanzas de su primer mandato,
y ya está consumando otro fracaso. Si bien los números económicos son muy
superiores a los de Argentina, la curva de crecimiento chileno sufre una
abrupto bajón, ocasionado por las medidas del ministro de Economía chileno,
Felipe Larraín.
Para explicarlas las fallas, no prometen ni un
segundo semestre ni hablan de Venezuela, sino que se excusan en un
¨sobredimensionamiento¨ de las expectativas de los agentes económicos, es
decir, siempre la responsabilidad es de los otros y nunca propia.
Pese a
los sinsabores, las encuestas de opinión son parejas: la mitad de la sociedad
aprueba y la otra mitad rechaza. El problema para Piñera es que no se avizora
mejora en el corto plazo, lo que empuja al gobierno a volcarse sobre el tema
seguridad, un clásico de los gobiernos que hacen agua en lo económico. Es así,
que el problema Mapuche y la consiguiente represión, son usados para cambiar la
agenda de los temas de discusión.
Al
igual que sus colegas latinoamericanos, la fortaleza política de Piñera se basa
más en la desarticulación opositora que en la solidez propia. No se advierten
grandes movimientos que logren poner en jaque al gobierno chileno, pese a sus malos
resultados. La burocracia sindical está expectante y por ahora no se percibe un
líder que protagonice la protesta y que otorgue una esperanza que los días de
desesperanza, vayan a terminar pronto.